Mi madre me dijo que Janine había muerto. No la hubiera recordado de no ser porque tante Janine, como le gustaba que la llamáramos, había asesinado a su marido, según una leyenda familiar.
Tante Janine era francesa y extravagante. Enseñaba francés en las teresianas donde mi abuela era maestra y trabaron amistad. Se había casado en segundas nupcias con Esteban, húngaro, directivo de una multinacional alemana y aficionado a lucir foulards de seda. Hablaban francés entre sí y en un español muy afectado con el resto. Pasaron en casa de los abuelos algunas navidades. Llegaban en un Citroen Tiburón de grandes faros y morro afilado que parecía un cohete estilizado al lado de nuestros Seat, toscos y achaparrados. En mi mundo, todo aquello era el colmo de la sofisticación.
En los postres, tante Janine cantaba villancicos muy sentidos con voz impostada y ojos humedecidos. ¡Tres bien!, vitoreábamos. Ella saludaba emocionada sin percatarse de que le tomábamos el pelo. El cava le daba acidez y afirmaba que lo único bueno de España eran el sol y el jamón. Mi abuela reía esas ocurrencias. Qué se vuelva a la France, opinaban mis tías y mi madre mientras recogían todo el desaguisado del banquete. Esteban era muy religioso, así que se marchaban pronto para llegar a misa de siete.
Tante Janine abandonó su puesto en el colegio un otoño. Esteban había sucumbido a una enfermedad terrible que lo tenía postrado en la cama. Ella se dedicaba a su cuidado. Pasados unos meses, la mujer daba muestras de cansancio y en más de una ocasión comentó que quizás era preferible que, para estar como una planta, él muriera. La mañana de navidad tante Janine llamó a la abuela: Esteban había fallecido.
Durante la sobremesa la tía Elvira opinó que era mala pata fallecer en una fecha tan señalada. Ese inocente comentario sembrado en mentes perjudicadas por el Calisay germinó en forma de teoría conspirativa. La abuela explicó que había visitado al matrimonio días antes. Tante Janine estaba hundida. Esteban se pasaba las noches gritando muy agitado y ella se veía incapaz de controlarlo. El médico lo había visto tan mal que le había recetado unos tranquilizantes muy potentes. Solo podía suministrarle media pastilla cada vez. La tía Paquita, aficionada a las novelas de crímenes, vio en aquellas píldoras el arma del crimen perfecta. Tante Janine informó a familiares y amigos que no habría funeral ni entierro, Esteban había decidido donar su cuerpo a la ciencia. Era extraño que un hombre tan religioso hubiera accedido a morir sin recibir los sagrados sacramentos. Todo sonaba siniestro y nadie dudó de que tante Janine era capaz de haber hecho firmar a su marido los documentos necesarios sin que este se hubiera percatado, para evitarse gastos y problemas.
A finales de enero, tante Janine se fue de viaje a Hong Kong a celebrar la llegada del año nuevo chino. En febrero se marchó a los carnavales de Ríoy pasó la semana santa en Egipto. El teléfono entre mi madre y mis tías ardía.
Cuando mi madre me comentó el fallecimiento de tante Janine, rememoramos aquellos tiempos. Se me ocurrió comentar la teoría conspirativa familiar urdida aquellas fiestas respecto la muerte del pobre Esteban. Mi madre me miró perpleja y me llamó de todo. Negó que aquello fuera cierto y juró que a nadie más que a mí se le habría ocurrido jamás que la pobre Janine hubiera asesinado a su queridísimo marido.