El otro día me sentí como Pretty Woman, palabra (aunque aclaro que me duró poco).
Me entró por chat un chico (lo llamo chico porque es diez años más joven que yo) del norte. Limpio y agradable, escribía frases enteras, con sujeto, verbo y predicado. Me dijo que venía a Barcelona y que si quería podíamos vernos en el hotel de lujo en la zona alta en el que se hospedaba. Acostumbrado a encontrarme con tíos que se comunican mediante monosílabos y onomatopeyas y que viven en cuchitriles o pisos compartidos, su propuesta me llamó la atención. El sábado tomé el tren de Sitges a BCN y a las cinco p.m. estaba en su hotel. Él me esperaba en el bar. Ya en el ascensor me metió la lengua hasta la campanilla. Se mostró muy lanzado e hiperactivo. No paraba quieto. Reconozco que despertar tanto deseo en alguien es agradable, pero intuí que toda aquella ansiedad tenía más que ver con sus circunstancias que conmigo. Era atractivo al estilo heterosexual, fibrado, chulito y pijo, vestía prendas que llevaban el logo impreso a gran tamaño. Me besaba con un ímpetu tal que me arañaba los morros con la barba de dos días que llevaba y me abrazaba como si estuviera practicando lucha libre. Tuve ganas de marcharme. Poco a poco logré imponer mi ritmo sosegado, la cosa se relajó y todo fluyó mejor, al menos para mí.
Tras el polvo nos quedamos achuchados. Me habló de su empresa, de que le gustaban los deportes, de su apartamento en Baqueira y me enseñó fotos de su mujer e hijos (todos muy guapos) que se habían quedado en su ciudad. Me resultó chocante que compartiera ese tipo de información conmigo. Los casados suelen mostrarse muy herméticos. Esa confianza y lo cariñoso que se mostró me sedujeron más que todo el sexo que habíamos tenido. A las siete debía marcharse. Entonces me propuso que pasara la noche con él. Una de mis reglas es: jamás te quedes a dormir en la primera cita. Claro que pocas veces me invitan a hoteles de lujo y en este caso, dada la distancia y las circunstancias, no iba a haber más citas. Me ofreció que bajara al restaurante del hotel y cenara a cuenta de la habitación. También me comentó que al día siguiente podíamos desayunar juntos en el buffet, pues su reserva era para dos. Quien me hable de comida, se me gana. Pero si escucho la palabra “buffet” los ojos me hacen chiribitas, como a Marujita Díaz.
Se marchó. Me puse uno de esos albornoces mega mullidos que ofrecía el hotel y tuve mi momento Pretty Woman. No me di un baño de burbujas porque mi conciencia ecológica me lo impide. Me duché, eso sí, y utilicé todas las amenities posibles. A las nueve bajé al restaurante, tan agradable como caro. Él me enviaba mensajes todo el rato. Lo cierto es que me trataba como me gustaría que me tratara un pretendiente de verdad. Atento, simpático, comunicativo… Supongo que la gracia era que entre nosotros nunca iba a haber nada serio. De vuelta a la habitación, me tumbé a ver la tele y me quedé traspuesto.
Llegó bebido y seguramente enfarlopado, pues iba muy acelerado. Me zarandeó intentando que me espabilara. Puso la radio. Sonaba The Final Countdown, de Europe. Nunca olvidaré ese momento. Subió el volumen a tope y empezó a hacer como que tocaba la guitarra mientras gritaba la letra como un energúmeno. Si hubiera sido una escena de una novela negra, me habría asustado. Tras aquella llegada triunfal, yo decidí que me largaba, pero debía esperar que él se apaciguara un poco. Me costó media hora que bajara las revoluciones. Logré apagar la radio. Él estaba loquísimo. Se me tiraba encima, intentaba sujetarme, quería salir a fumar a la terraza y se mosqueaba porque no bebía cerveza con él. Me besaba, entonces tiraba de mí para que fuéramos a la ducha, acto seguido se arrodillaba y me pedía por favor que le acompañara a fumar. Luego se desnudó. Salió al balcón en calzoncillos para regresar a la habitación al cabo de un momento muerto de frío y de risa.
Una vez más sereno, le dije que me iba. Como suelo hacer, lo planteé como que el problema era mío. Él estaba de Rodríguez y quería desfasar, lo entendía y yo, que soy un aburrido, no quería amargarle la noche. No creyó que me fuera a ir, tan seguro estaba de sus atractivos. Empecé a vestirme. A todo esto eran ya las 12.30 de la noche, el último tren a Sitges, había salido hacía 1/2 hora y el siguiente era a las 06.00 h. Empezó a besarme de nuevo, supongo que en un intento de convencerme de que me quedara. Yo lo único que quería era largarme. Al final me pidió de rodillas con lágrimas en los ojos que no me fuera. Supe que todo ese número no era por mí. A ese niño consentido le costaba asumir que un tío diez años mayor que él, calvo, con sobrepeso y infinitamente menos poder adquisitivo le estaba dando calabazas.
A falta de tren, hay autobuses nocturnos a Sitges desde Plaza Universidad que pasan cada hora, con suerte. Desde Pedralbes a Plaza Universidad hay un buen trecho. Pero tras aquel momento tan tenso me apetecía caminar y airearme.
Cómo son las cosas. El trayecto pasaba cerca del barrio donde me crié y viví con mis padres hasta los 27 años. Me entretuve paseando de noche por las que habían sido mis calles, comprobé lo mucho que habían cambiado la ciudad. El colmado era ahora una tienda informática, la librería, un taller de coches, la mercería, un fast food, el cine de reestreno, una sucursal bancaria. La portería de la que fue mi casa tantos años era diferente. O no, quizás estaba igual y el diferente era yo.
El tipo me llamó cuando bajaba por Aribau. Supongo que había comprendido que no iba a regresar. Me dijo que entendía que me hubiera largado, que se había comportado como un gilipollas. Me pidió que volviera, que veríamos alguna peli de terror y luego dormiríamos. Incapaz de aceptar el rechazo, me dijo que iba a volver a Barcelona en breve y que le diera una segunda oportunidad. Tuve suerte, nada más llegar a Plaza Universidad vino mi autobús, de tal manera que a las dos de la madrugada estaba ya en mi cama, más feliz que una perdiz. Antes de quedarme dormido, me pregunté una vez más por qué me metía yo en esos follones.