Mi primer piso estaba en el Raval. Cuando tenía problemas con el telf, bajaba al restaurante que había en la calle y el propietario me permitía utilizar el suyo. Cogí simpatía a aquel tipo serio y a su local, tan peculiar como grasiento. Respondía al nombre de El Pollo Rico y su especialidad eran, evidentemente, los pollos asados cuyo olor se colaba en mi casa cuando abría las ventanas. Ofrecía además comida casera tirando a aceitosa, a precio económico.
El Pollo Rico, destilaba un encanto singular. Lleno a rebosar, su clientela se componía de mochileros, ex convictos de mirada torva, prostitutas ruidosas, familias de toda la vida. Iba allí con frecuencia y en alguna ocasión presencié alguna movida rara, pero el ambiente solía ser muy cordial. Una vez unos caballeros de otra mesa nos invitaron a cava. Mi amigo Carlos, que es más pizpireto que yo, estuvo departiendo con ellos. Más que cava se trataba de un vino espumoso terrible, no en vano lo peor del Pollo Rico era el vino de la casa, intragable si no era diluido en gaseosa. Cerró en 2017 (4 años ya!) por la jubilación del propietario tras casi 55 años de servicio y con él se fueron muchas anécdotas de mi pasado.
El Pollo Rico
El Pollo Rico es otro pequeño relato sobre mi persona plasmados en menos de 200 palabras. En este caso un recuerdo surgido a raíz de una conversación con un amigo sobre un restaurante de barrio al que solíamos ir.